¡Una Feria de explosiones!

Hace poco más de un siglo se endulzó la idea de realizar el primer largometraje de ficción en Colombia. Y no podía ser sobre otra obra que no fuera María, con la que don Jorge Isaacs funda el país vallecaucano. Habían transcurrido 27 años desde su muerte.

Los mismos años que tenía cuando comenzó a escribir la que sería la obra cumbre del Romanticismo colombiano y latinoamericano; y que vería la luz en 1867. De ella el Patrimonio Fílmico de Colombia apenas conserva 45 segundos, pero los destellos fulgurantes de la primera proyección realizada en pleno diciembre de 1922 en el Salón Moderno (hoy Teatro Jorge Isaacs, inaugurado el 26 de diciembre de 1931) le quitaron resplandor incluso a la reina del Carnaval de Cali ese año, Leonorcita Caicedo.

Las casi 50 mil almas caleñas de la época no hablaban de otra cosa. No volvería a ocurrir un evento de semejantes dimensiones, sino 34 años después, el 7 de agosto de 1956, a la 1:07 de la madrugada: la explosión de siete camiones cargados con dinamita que dejó un rastro terrorífico de muerte y una parte de la pequeña ciudad de 400 mil habitantes semidestruida.

Ya no solo en Cali, sino en Colombia, no se hablaba de otra cosa. Era la tragedia más grande ocurrida en el país y no se tenía noticia de algo similar acaecido en el mundo. Únicamente las dos guerras mundiales habían dejado ver tal grado de devastación. Seis barrios afectados, uno de ellos, el Jorge Isaacs.

66 años después aún no se unifican los datos frente a las manzanas destruidas y las averiadas por la onda explosiva. Tampoco el número de víctimas de la catástrofe entre muertos, heridos y desaparecidos. La memoria colectiva pareciera agregarle más cifras a un drama humanitario que ya por entonces se aprovechó políticamente.

Lo único cierto es que la llamarada, el estruendo y el cimbronazo pudo verse, escucharse y sentirse, en varios municipios aledaños –hasta Buga por el norte y Santander de Quilichao por el sur– y el costo estimado fue cien millones de pesos, lo que hoy cuesta una multa por la venta de pólvora en cualquiera de las fiestas decembrinas, que contrario a todas las evidencias, está prohibida. Es como prohibir las explosiones de júbilo de un negocio que mueve 50 mil millones de pesos anuales.

Un año después de la hecatombe –en 1957– la que llegó a nombrarse como la Hiroshima latina, resurgió de las cenizas. Vieja es la metáfora del ave Fénix, pero inexorable. La expansión urbanística hacia el norte de la ciudad arrancó y la del sur aún no se ha detenido. Las ayudas internacionales fueron aprovechadas. Testigos son el Edificio Venezolano y el barrio Aguablanca.

Y volvió a endulzarse otra idea, la de convertir el viejo Carnaval del villorrio en la Feria de la Caña de Azúcar, para que la ciudad reactivara su economía y se recuperara de la noche en la que los miles de muertos se apilaron, algunas decenas se salieron de las bóvedas del Cementerio Central y cientos de restos fueron a parar a una fosa común en la Sucursal del cielo.

La Feria duró un mes completo y giró en torno del ámbito taurino, hoy venido a menos. Los bailes en los salones de hoteles y clubes en un parpadeo de la historia dieron el paso a las verbenas populares y los agüelulos, mientras que los personajes típicos buscaban su acomodo en eso que hoy llamamos Cali Viejo, esa reserva patrimonial llena de riqueza mítica y pureza cultural.

Y desde entonces una sucesión de explosiones no ha dejado de sacudir a la caleñidad. La de la rumba y el goce, la de los placeres y el resabio, la de la música y el baile, la del colorido y la rutilancia, la del arte y la cultura populares, la de los desfiles y los espectáculos, la de los sabores y los licores, la de los turistas y los lugareños, la del permiso para delirar y la de los bebés que nacen en septiembre.

Porque la Feria de Cali es vida después de la muerte. Es la magia de un evento que no muere cada año, sino que desaparece del escenario para prepararse y renacer con más fuerza y vitalidad cada 25 de diciembre. Una ilusión que no es ficción. Una película que se renueva y se cuenta cada vez mejor.

Son 65 años de historia y de tradición, de alegría e ímpetu, que no se opacan con las vicisitudes propias de la algarabía y el desenfreno, propios del carnaval, esa licencia que se otorga para que los angelitos dejen salir su demonio y los demonios recuperen sus angelicalidad; porque como nos dejó dicho el aventurero francés André Malraux, la cultura es lo que, en la muerte, continúa siendo vida.

Y como escribió mi compadre Marino Aguado: Una fiesta popular es como un museo vivo que se levanta cada año en pueblos y ciudades. ¡Boom!

Fuente: https://www.elespectador.com/

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